Yo, Maria

Inspirada en la historia de Gabriel García Márquez, Yo, María es una reimaginación escrita en primera persona, desde el punto de vista de María. En esta versión, María comparte sus pensamientos, recuerdos y reflexiones de una forma más íntima y personal, ofreciendo una nueva perspectiva sobre su vida, sus amores y la soledad que enfrenta. Este relato es un homenaje a la obra original, explorando aún más su mundo interior y su relación con el tiempo y el destino.

Noi me mira con ojos humedecidos de reflejos de diamante. A nadie más mira así. Su hocico se acerca húmedo a mi mano buscando una caricia. Tal vez. Quizá solo busque una galleta. Puede que nos parezcamos más de lo que creo. El amor que Noi me tiene se parece mucho a mi amor por los hombres. Nunca es desinteresado, gracias a ellos es que puedo darme la vida de anciana elegante que ahora llevo en este barrio tranquilo de Barcelona. Brasil ya está muy en el pasado y ahora hasta me cuesta recordar su música. Pero desde que el futuro me habló  en sueños diciéndome que se acercaba mi fin, dejaron de importarme varias cosas.

Lo malo de hablar con el futuro en sueños es que no da ni fecha, ni hora. Me gustaría saber cuándo es que voy a morirme, pero los sueños viajan por laberintos eternos y tendré suerte —por lo menos— de estar preparada. No es que le tema a la muerte. Al contrario, me ha acompañado desde niña, desde que salí en el barco que me arrancó de mi tierra, como baratija exótica. Seguramente pagaron por mí una miseria; qué iba a saber mi madre de precios justos por muchachitas vírgenes. Llegué aquí, entre retazos de pesadillas con sabor a sal, y a barba, y a sudor de hombre insaciable. Todavía no sabía que ese sería el sabor al que quedaría acostumbrada mi piel. Pero cuando pruebas mucho de algo, termina por no saberte a nada. Cuántas voces, cuántas manos, cuántas pieles. Todas las conocí, y soporté su olor insípido y sofocante. En esas cosas pienso mientras me tomo un café en mi casa frente al conde de Cardona; lo único que queda de mi pasado. Viene de vez en cuando a almorzar y luego de un café ristretto nos amamos con cierto odio, cierto resentimiento que —supongo— anuncia un fin inminente. Como el mío.

Por aquel tiempo vino el joven funerario a mostrarme las parcelas disponibles para mi reposo perpetuo. Me ofrecía la mejor ubicación del lote —cual vendedor de propiedad raíz— en el que debía construir mi morada, solo que en este caso, sería la eterna. Ya no quedaban parcelas con árboles, así que —una vez más— me tuve que contentar con poco, con la esperanza de que bajo el frío suelo, la sombra de los árboles fuera menos necesaria.

Noi llevaba varios días mirándome con sus ojos de agua de diamante. No muchos lo han visto llorar, pero tampoco es que lo haga a menudo. Excepto por esos días. Seguro presentía algo, con nuestros viajes constantes al cementerio. Yo quería que aprendiera a llegar solo a mi tumba, así podría ir a visitarme los domingos y llorarme a gusto. El conde de Cardona me miraba con desconfianza siempre que me veía hablándole a Noi. Pero ¿qué podía entender el conde de perros?, ¿o de amor? ¿Y qué entiendía yo de amor? Nada. Pero está Noi, criatura insondable que me ama interesada y fiel, con sus lágrimas de diamante.

Noi por fin aprendió a llegar solo a mi tumba. Lo normal, creo yo. Años de pasos sordos atravesando Gràcia, pasando por las Ramblas, hasta llegar a mi pedacito verde en Montjuïc, ese que me espera sin afán y que Noi ya conoce a punta de nariz y patas, hasta el cansancio. Cada uno de sus movimientos, para mí absolutamente predecibles, me contaban de su soledad, de la nuestra, y sentí que tal vez la Muerte se había olvidado de mí. Estoy lista. ¡Estoy lista! Le grito a la muerte.

Poco a poco fui cerrando los ciclos de mi vida y me parece que el de los hombres también lo cerré cuando se fue el conde, después de un último almuerzo y un último amor resentido, dejando en el suelo, tirados —como trapos sucios— odios medidos, ternuras vencidas, caricias falsas, que habían durado mucho y que ya no dolían. Ya casi. Me dije. Ya casi. Le dije a Noi.

La última vez que fui al cementerio se mantiene en mi memoria como recuerdo ajeno, como vivencia robada. Las flores las regué, como siempre lo hacía, con mi regadera de plástico que escondía detrás de unas matas en la parcelita de al lado. Conmigo estaba Noi, mirándome a mí y mirando las flores, como si ya no entendiera por qué yo seguía aquí, en este lado del mundo, y como si ya tuviera ganas de ir al cementerio sin mí, a llorarme solo. Yo tampoco lo entendía. Habían pasado tres años desde ese sueño. Pero ese sueño, si sueño era, me advirtió de una muerte inminente. En esto pensaba, sin darme cuenta del cielo oscurecido por nubes espesas que se acumulaban sobre nuestras cabezas. No noté los movimientos inquietos de Noi, metiendo su cabeza entre mi brazo y mi pierna que reposaba en una posición incómoda al borde de mi pequeño terruño de tumba adelantada. Solo la primera gota, gorda y pesada sobre mi frente arrugada me sacó del trance de muertos olvidados en tumbas inundadas, allá en Manaos, donde solo podía ser niña porque no había sido nada más en aquellas selvas húmedas y lejanas. ¿Cómo iba yo a saber que esos primeros golpes de agua anunciaban algo más que una tormenta negra y solitaria? No tuve más remedio que caminar empapada bajo la lluvia, con Noi entre mis brazos, furiosa por mi descuido y rogando no resbalarme en el suelo mojado. El camino a Gràcia era largo y mientras yo caminaba estilando agua lo más dignamente posible, escuchaba la noche. Los autos, distantes y ansiosos por llegar a sus destinos. La lluvia era protagonista y dejaba a todos los demás ruidos en un segundo plano. Mis pasos, sordos también, daban la impresión de no tocar el asfalto. Y luego ese auto. Ese inmenso auto color de acero que se detuvo, mudo, a mi lado.

Los vidrios de la portezuela se bajaron tan solo un poco, tras los cuales el rostro de un hombre joven y apuesto pronunció unas palabras que no pude entender. El ruido de la tormenta enmudecía todo lo demás. Al verme inmóvil, el hombre repitió las palabras inteligibles, esta vez acompañadas por un gesto que parecía querer decir, súbase rápido que la voy a llevar. En realidad, podría haber dicho cualquier cosa, pero yo quise entender eso. Tal vez por el frío, tal vez por Noi que se podía enfermar, o quizá por acercarme a aquel joven misterioso.

Pero qué diablos hacía yo sentada en ese automóvil inmenso, un joven hermoso a mi lado, la oscura tormenta lejana y un extraño olor aséptico que inundaba el ambiente. Sin embargo, respondí cuando me preguntó a dónde iba. A Gràcia. Él asintió, la mirada fija en la vía. Yo, mirando de reojo, queriendo decir algo, sin saber qué. Terminé por admirar el coche, sintiendo un poco de vergüenza y sorprendiéndome también de sentirla. Me dijo que no era suyo el coche y que a él también le gustaba. Sonrió y me pareció que también estaba nervioso. No pude evitar sentirme ridícula, goteando en mi facha, Noi temblando en mi brazos, y nerviosa al lado de un jovencito al que triplicaba en edad. El camino hasta mi casa se me hizo interminable. Sentía sus miradas furtivas como llamaradas en mis mejillas mientras que afuera, la tormenta menguaba. Tenía ganas de preguntar por ese olor, olor a asepsia, olor a nada, olor a ausencia. Pero no me pareció prudente ni amable, además ya estábamos entrando al barrio de Gràcia. —Me puede dejar por aquí. Me queda bastante cerca.

—No se preocupe. La llevo hasta su puerta.

Llegamos y abrí la portezuela para bajarme mientras agradecía su amabilidad, pero él me interrumpió para decirme lo que yo ya sabía que diría; que si podía subir, que quería subir. Por primera vez me di la vuelta para mirarlo de frente, directo en los ojos. Por qué iba yo a saber que me diría eso. Pero yo no estaba sorprendida. Asustada un poco, sí. Pero no era una sorpresa. Era como si siempre lo hubiera sabido. Sostuvimos las miradas. Realmente era un hombre muy hermoso. Haga lo que quiera, le respondí mientras me dirigía a las escaleras, dejando la portezuela abierta. Dejé a Noi en el suelo para que subiera él solo pero también para disimular los fuertes latidos que me agitaban por dentro. Comencé a subir, despacio, escuchando. Pasaron unos segundos y el ruido de una portezuela. Unos pasos lentos, tranquilos. Lo sentí detrás de mi, acercarse poco a poco. Mi corazón, latiendo en mis oídos,  no me dejaba escuchar nada más. Entonces supe que por fin se estaba cumpliendo lo que se me había anunciado en sueños. Era esa mi muerte. Mi esperada muerte.