Fiebre Amarilla

Noviembre 19, 2019

En "Fiebre Amarilla", reflexiono sobre la violencia interna y externa, las luchas personales y colectivas que nos atraviesan. A través de la metáfora del color amarillo, exploro cómo la fiebre —como un virus— se expande en la sociedad y en el alma humana. La guerra, tanto en su forma más cruda como en sus manifestaciones más íntimas, se convierte en un escenario recurrente, donde las protestas y las revoluciones pierden su rumbo y terminan enfrentándose a la inercia del sufrimiento y la indiferencia. Este ensayo busca cuestionar el sentido de las luchas que emprendemos, las consecuencias de nuestras decisiones y cómo la violencia, tanto personal como social, continúa expandiéndose, alimentada por la incomprensión y el abandono.

Cómo hablar de la violencia de afuera, cuando por dentro te quemas por el fuego de tu guerra?  Nunca entendí muy bien por qué el amarillo. Es el color de la luz del sol; un color cálido pero no agresivo. Pero, ¿y qué importa el color? Cuando la sangre hierve, lo hace bajo cualquier vestidura. Yo me encuentro lejos. El sábado es mi día favorito, y me visto de amarillo, mientras más allá de las montañas y el mar, una multitud de mosquitos entierran brutalmente sus aguijones, esparciendo una fiebre amarilla y fatídica. Pican, pero ¿qué dicen? Ya nadie los escucha. La mitad ni dice nada. Seguro es zafiedad y desocupe. ¿Quién puede escuchar si por dentro te quemas con tu propio incendio? Cuando creces en medio de la guerra, no existe mucho que logre trasegar ese caparazón de lágrimas cristalizadas y de sangre endurecida. Lo funesto te crea aún más capas de coraza. Pero no te equivoques conmigo; por dentro soy fuego y carne viva; ¿acaso no lo somos todos?

Las ampollas de afuera llevan décadas levantándose. Lo curioso es que la gente se pregunte o se sorprenda. ¿Acaso no veían el asfalto calentarse con la marcha pesada de las botas gastadas, las manos endurecidas, los ojos medio cerrados por la fatiga y la incertidumbre del mañana? ¿Acaso no veían las torres de cristal, levantarse opulentas y brillantes frente a los  pequeños insectos que ya zumbaban aunque aún no picaran? Y es que si vas a comer, no lo hagas delante del pobre, o entonces dale un pedazo. No vaya a ser que te lo arrebate  entero. Pero es que esto ya es cuento viejo. ¿Qué es lo que quieren todos? Nacimos solos y solos morimos. ¿Quién tiene que responder por nuestras guerras sino nosotros mismos? Yo, en mi guerra de adentro, mientras lágrimas calientes se deslizan por mi rostro, sé que estoy sola en esto. Tal vez allá, lejos del sol, ellos quisieron ponerse vestiduras amarillas para tratar de ocultar sus fuegos que quemaban por dentro. Se encontraron, sorprendidos de verse parecidos. Enceguecidos por el brillo de sus ropajes, simplemente se tomaron de las manos. Ebrios de exceso por la cólera y el júbilo de no sentirse huérfanos pero sí fraternales, levantaron sus voces. Pero levantaron más sus puños cerrados, listos para apuñalar y quebrar, mutilar y aplastar. Tal vez en busca de una Madre protectora que velara por ellos. Se olvidaron de que esa Madre no existe y que no tienen mucho qué reclamar. También se olvidaron de que los aguijones se evitan; se tratan de aplastar, y el zumbido no quieres escucharlo.

¿Quién quiere ser parte de los que contagian la fiebre? Los que buscan aquietar la lumbre de sus guerras solitarias.  La comunión de la revuelta nos hace olvidar nuestra soledad en llamas y nos la hace sentir como el humo que ya no quema. Pero ¿qué pasó con la Revolución, la que era de lunes a lunes, con banderas e ideales? Allí había reformadores; de algún modo seres mágicos, provocadores y estimulantes.  Te hacían soñar aún cuando todo fuera una simple utopía. En lugar de eso, nos quedamos con infecciosos insectos amarillos que contaminan un solo día a la semana, mientras los otros días se camuflan en bajos perfiles, vidas ordinarias, familias normales. ¿Qué tipo de revuelta es esta? Muchos parecen haber  olvidado que no puedes persuadir si ademas del logos te hace falta el ethos y el pathos. El zumbido no es ninguno de los tres; es solo ruido y la fiebre es solo enconamiento.

A muchas montañas y un océano de distancia, olvido por un momento mi sábado soleado, salgo de mi caparazón endurecido y pienso en la ciudad de la luz que tanto quiero y en la que me siento como en casa. Quisiera pensar que la fiebre amarilla es un virus pasajero y que pronto un antibiótico combatirá tanto odio. Pero las semanas ya se han vuelto meses. Entonces pienso que quizá esta fiebre se esparcirá por toda la tierra. Ya se siente la sangre hervir en otros lugares. Por estas montañas andinas, siempre ha estado en un punto de ebullición constante. Pero nada permanece. Tarde o temprano las burbujas saltan, y te quemas, o apagas el fuego; si sabes cómo. Como no sé apagarlo, y no estoy segura de que alguien sepa cómo hacerlo, entonces regreso a mi guerra. Me adentro nuevamente en mi armadura de lágrimas cristalizadas y de sangre endurecida. ¿Cobarde y egoísta? Tal vez. Pero yo no quiero salvar el mundo, apenas si puedo salvarme a mí misma que soy fuego y carne viva. Las lágrimas de los demás se cristalizan en mí. Sus guerras solitarias sí que  me hacen olvidar la mía. Pero la brutalidad de la ira, la fiesta por la destrucción, la irreverencia y la ignorancia me hacen pensar en la delgada línea que existe entre protesta y abuso. Esa linea se cruza en el momento en que se pasa por encima de los derechos de los demás. Es por eso que el abuso es sencillo, simplemente haces lo que quieres, sin pensar en las consecuencias. Es fácil olvidar todo esto cuando estas acompañado de miles de insectos listos para enterrar el aguijón. Otro sábado. Otro muerto. Otro incendio. Más cristales rotos mientras el virus se expande. Se expande desde afuera. Pero por dentro las guerras de nuestro corazón no cesan; más nos vale resolverlas, si no queremos que levanten ampollas. Me sigue gustando el amarillo, aunque allá lejos, unos amarillos contagien la fiebre, y aquí el fuego no lo aplaquen, yo el sábado me siento bajo el sol.